Erick Durán A personal blog

Cristales de papel

Estaba sentado, concentrado en el plano monocromático. Esas voces escurriéndose, entrelazándose y escapándose entre sí, siguiendo caminos armónicos delicadamente planeados por uno de los genios más sentimentales de la historia. Los sonidos colapsaban unos con otros, dejando caer sus partes en las posiciones más precisas del suelo melódico. Un mapa de las vibraciones esparcidas por el aire se formaba en mi cabeza, asimilando la belleza visual de un caleidoscopio transformando a las luces de diversos colores que emanan de una metrópoli por la noche.

–Bien. Tu balance está bien, sólo escuché un par de acentos por ahí, en las semicorcheas del tercer compás de la segunda página. Es una bonita fuga. Memoriza la sección B, es todo por hoy.

Tomé mi libro azul de preludios y fugas de Bach y salí del salón. Caminé por el largo corredor, contemplando las paredes que exhibían las obras surrealistas de algunos de los alumnos de pintura. Bajé por las viejas y ruidosas escaleras que daban al patio lateral. Ahí se encontraba la fuente de tinta negra, idea descabellada de un artista posmoderno extranjero. Mi bicicleta estaba encadenada a un faro de luz, al lado del jardín.

Pedaleé por toda la calle Numancia, hasta llegar a la avenida principal. La ciudad de Eritaña, donde había vivido por los últimos tres años, está llena de edificios de la época colonial, con ese toque neoclásico. Los oriundos de la zona son personas respetuosas, con una buena educación vial. La topografía favorece el tránsito de bicicletas, por lo que esta se había convertido en mi medio de transporte principal. Esto me permitía ir y venir de la facultad en cuestión de minutos.

Llegué al único edificio morado que existe en toda la ciudad, está en la tercera calle paralela a la avenida principal. Subí al departamento veintiuno, porque dos más uno son tres y esa es la razón por la cual escogimos ese número. Sí, no vivía solo. Compartía el departamento con Alek, uno de los artistas visuales más reconocidos de la ciudad. Él tenía una obsesión por mantener el supremo control y orden de los elementos que conforman nuestra sala. Todo estaba solitario e intacto, como siempre.

Vivía en un séptimo piso. A un lado del zócalo del edificio estaba un jardín, no sé si aún siga ahí. Había arbustos de color verde y otros de color café. También había muchos árboles, hermosos árboles. Las luces, de amarillo a naranja, se veían maravillosas en la noche. Se veían unas cuantas mesas redondas y sillas de plástico. Usualmente, nuestros vecinos jugaban diferentes deportes en el césped. Me gustaba rondar por el pasillo de mi nivel y mirar. Salía de mi dormitorio cada tarde. Veía el fin de cada crepúsculo, la noche, el cielo, las estrellas y las personas. Cuando lo hacía pensaba sobre mi vida y qué quería hacer con ella. Después de un rato, siempre llegaba a las mismas conclusiones. Si las cosas estaban destinadas para mí, acaecerían, no tenía el cometido de interferir con mi destino.

Mientras divagaba y acomodaba mi portalibros en el escritorio, sonó el teléfono. Al contestar escuché una voz que despertó mi curiosidad, sonaba insegura.

–Buen día –contesté.


–Hola, busco a Alek –dijo la joven.


–No se encuentra en este momento, ¿qué necesita?

–Llamo por el anuncio, creo que puedo ayudarle.

Recordé entonces que Alek había colocado carteles por la ciudad, solicitando a un modelo para una sesión de fotografías. El sexo le era indiferente. Nunca ofrecía una paga, pero el hecho de participar en una de sus obras ya era suficiente honor. Su egolatría era graciosamente desmesurada.

–Oh, claro. ¿Cuál es su nombre? –me acerqué a la cama y tomé mi pluma fuente que estaba sobre el buró.

–Euforia.

–Muy bien, ¿a qué número podemos llamarle? –dije mientras escribía en un pequeño pedazo de papel.

Tomé el número de Euforia y lo guardé en mi cartera. Después de colgar el teléfono comencé a girar sobre mi silla. Era un día diferente y ordinario a la vez. Diferente porque creo que es lógico que no existen los días iguales. Ordinario porque no había razón para esperar algo interesante.

Después de una media hora, tomé mis cosas y salí. Tomé el autobús de la ruta tres, me dirigía al Anfiteatro de las Artes de Eritaña. Al subir, no pude ignorar el hecho de que la mayoría de las personas estaba conversando. Nunca había presenciado algo así en el transporte público. Me apeé en la tercera parada, porque es un múltiplo de tres. Caminé tres cuadras y me ubiqué frente a la imponente entrada principal del teatro. Esperé la llegada de Alek para entrar, como quedamos, a las seis y trece de la tarde. No me gusta hacer citas a horas cerradas.

El interior del lugar tenía una apariencia fascinante. Esas líneas infinitas y monótonas de butacas tenían un insólito aspecto de estar esperando y contemplando a su flamante público. Era caminar por el aposento escorado de un buque en peligro. En lo que iba a mi lugar, escuchaba los escalones cromáticos que recorría lentamente el bajo de la progresión ómnibus1 que sonaba en el fondo, lo cual me motivó a aumentar mis expectativas. Samuel Cort, conocido de Alek, fue descrito por este último como “una eminencia en la creación del arte audiovisual contemporáneo”. Para mí sólo era un compositor que le daba una pincelada a su música con unos cuantos efectos especiales, algo en lo que Skriabin jamás será superado.

Cort estaba en la ciudad para ofrecer una serie de conferencias sobre sus aportaciones artísticas y filosofía de vida, en las que daría un espacio para discusión. Se caracterizaba por su estilo inspirado en los cantos gregorianos y en la polifonía renacentista. Cuando empezó a hablar sobre la restauración del interés artístico de la sociedad a través de sus obras, volteé a ver a Alek y ya veía venir uno de sus comentarios punzocortantes. Esperó respetuosamente el momento adecuado y efectuó su incisión con un admirable acierto.

Mientras Alek exponía su disentimiento, me acordé de la llamada. Saqué la cartera de mi bolsillo y tomé el pequeño pedazo de papel. El comentario de mi amigo se prolongaba y no tuve más opción que entretenerme doblando el papel una y otra vez. Conocía muy bien sus opiniones, no hacía falta escucharlas con atención. Entonces, cuando empecé a analizar mi caligrafía, noté que el primer trazo de mi “E” mayúscula principiaba en un color rojo ensangrentado. “Qué extraño”, pensé. No suelo cambiar el color los cartuchos de mi pluma, me gusta la tinta negra.

Cuando salimos del teatro, entregué el papelito con el teléfono de Euforia a mi amigo. Me agradeció el haber atendido la llamada, necesitaba a alguien urgentemente. En cuanto llegamos al departamento llamó a la interesada y la citó en el estudio.

–¿A qué hora puedes mañana? –me preguntó tapando el micrófono con la mano.

–Es tu cita, no la mía.

–Quiero que estés ahí para darme tu opinión. Además, voy a necesitar ayuda con la iluminación.

–Mmm… a las once ocho está bien. –dije.

–Te veo a las once en el estudio, estoy en el cuatrocientos veintiséis de la calle Alebrijes. –le dijo a Euforia, ignorando parcialmente mi respuesta.

Después de terminar su llamada me explicó la temática de su nueva obra. No me emocionaba tanto la idea, pero tenía la curiosidad de ver a dónde llegaba y, sobre todo, de conocer el rostro detrás de esa voz tan tímida.

Ya era tarde, me fui a la cama. Me encantaba abrir la puerta de cristal que da a la terraza y poner mi metrónomo a sonar. Me ayudaba a no perder la noción del tiempo, a no apresurar mis pensamientos y a escucharlos con calma. Pasaba un rato antes de dormir leyendo, pero esta vez me quedé mirando mi botella de cristal mientras sostenía mi libro de poemas de Amado Nervo. Estuve así por unos minutos, hasta que me percaté de que se le agotó la cuerda al metrónomo.

Desperté a las siete y dos de la mañana, el despertador sonó seis minutos después. Usualmente me sucede eso, por lo que dejó de frustrarme hace años. Realicé mis actividades matutinas cotidianas y aproveché unos minutos para practicar escalas y ejercicios de Biehl. Mi piano de pared no era gran cosa, pero me servía para estudiar. Lo que estudiaba en la facultad era composición. No hablaba mucho de eso, pero es lo que más disfruto en mi vida.

Tomé mi portalibros, cerré la puerta y salí. Vivíamos frente a una gigantesca tienda departamental, de esas que el imperio capitalista estadounidense instalar por doquier. Compré algunas verduras para hacer sopa en la tarde. Decidí volver al departamento para dejar las bolsas de mis compras. Subí y dejé todo en orden, acomodé las verduras en el refrigerador. No quería que Alek se molestara.

Para entonces habían dado casi las diez de la mañana. Me dirigí al estudio, pero en el trayecto me dieron ganas de tomar un café. Caminé unas manzanas y llegué a la cafetería más famosa de la ciudad. Le pedí al barista que me sirviera lo de siempre, un café negro. Me senté junto a la ventana que da a la calle. Me gustaba contemplar las calles antiguas adoquinadas por todos lados. Me agradaba imaginar la moción que se generaba cuando se recorrían en la bicicleta, ese extraño e incómodo vibrar de las ruedas.

A las once con cinco estaba afuera del estudio. Me quedé ahí parado unos minutos, tres para ser exactos. Cuando dio la hora debida entré al establecimiento. Alek tenía todo preparado afuera, la sesión sería en la sala uno. El cuarto había sido arreglado para lucir totalmente morado. Había sillas, mesas, sillones, utensilios de cocina, trastes, lámparas, etc. Todo era del mismo morado. También estaban otros dos amigos de Alek, Santiago y Francis, leales acompañantes en la producción de sus obras.

Casi media hora después llegó Euforia. Cuando la vi entrar noté que no había nada extraordinario en ella. Caminaba dudosa, con algo de pena. Le preguntó a Santiago por Alek. Ambos estaban ocupados, así que me acerqué a atenderla. Le expliqué, en pocas palabras, lo que mi amigo me había dicho el día anterior, los estrafalarios detalles de su próxima obra. Ella escuchaba con atención. Lo único que había captado de ella era que su cabello era castaño. Creo que, a veces, las descripciones de personas son innecesarias.

Alek saludó y completó mi vaga explicación. En seguida, vistieron a la joven totalmente de blanco y tiñeron su cabello del mismo color. Entramos a la sala y dimos inicio a la sesión. La pieza consistía en una crítica general de la sociedad. La idea estribaba en representar algo totalmente ordinario y relacionarlo con la tendencia actual a “darles tanta importancia a cosas que no necesariamente lo son”. Alek dejaría a libre interpretación su concepto, aunque él tenía sus opiniones en claro.

Las fotografías cesaron después de un par de horas, aún quedaba tiempo para ir a la facultad. Me gustaba ir a practicar al campus, sus instrumentos eran de la mejor calidad. Los cubículos les permiten a los estudiantes aislarse de lo superfluo y concentrarse en su pasión. Al menos así lo veo. En algunas ocasiones llego a pasar, sin exagerar, unas doce horas practicando. El problema era encontrar un espacio disponible, normalmente uno tenía que combatir con partitura en mano para conseguir uno de esos cotizados cubículos.

Regresé al departamento siguiendo el mismo algoritmo. No subí, sólo tomé mi bicicleta de la bodega que estaba en la planta baja. Llegué a la facultad en cuestión de minutos y encadené la bici en mi lugar designado. Subí al tercer nivel, en donde estaban los cuartos de práctica. El número nueve estaba disponible. Proseguí con rapidez. Miré por las pequeñas ventanas de las puertas a un par de violinistas, un fagotista y una cellista practicando. Entré al nueve.

Abrí el teclado, destapé la cola. Descubrí las teclas y posicioné el atril. Abrí mi carpeta, saqué las ocho hojas que conformaban el impromptu –el opus noventa, número tres, para ser específico– y las acomodé. Ya había practicado escalas y ejercicios en la mañana, por lo que procedí con el repertorio. Siempre empiezo con una vuelta sin metrónomo, para identificar los errores y los detalles que puliré en las próximas horas. Sí, siempre son horas. Puse mis macilentos y huesudos dedos sobre las teclas.

Cuando mi meñique tocó ese primer si bemol, una nube de polvos repletos de consonancias estalló en mi cabeza. Mientras las puntas de mis dedos acariciaban a los detonadores de los choques melodiosos entre martinetes y vestigios de lo que algunos señores del arte plasmaron en papel, la voz superior recorría como un delicado cantabile los campos esponjosos de esculturales flores coloridas y preciosas que formaban los arpegios inferiores. El sentimiento vehemente de la inspiración originada por tal excelsitud aumentaba su potencia con el paso de los compases.

Estaba perdido en el mundo, pero totalmente ubicado en la música. Poco a poco noté que había algo más allá que sólo notas colgando del pentagrama. Más atrás, veía una habitación solitaria. Una persona en el centro y muchos cabellos despeinados. Era una schubertiade2, y el mismísimo Schubert estaba ahí. Me indicaba los crescendi y diminuendi en donde él los prefería. La resonancia invadía y colapsaba en las paredes. El diálogo afásico con el compositor me invitaba a empatizar con sus emociones. Era el contacto directo con el creador, simbolizado por la beldad pura del arte genésico de los sentidos. El arte genésico del oído.

Dieron las cinco y trece. Ya había pasado un buen rato, no había comido. La tarde se fue en segundos. Bajé, tomé la bicicleta y seguí el camino más rápido. Lo primero que hice al llegar fue encender la estufa y preparar las verduras que había comprado en la mañana. Puse todo a cocer y fui a mi cuarto a encender la grabadora. Me percaté de que aún traía en mi mano el limón que había exprimido. Me acerqué al cesto de la basura para tirarlo, y fue cuando percibí una mancha en el interior del bote. Noté que era una mancha de tinta roja, algo extraño. Moví el cesto con el pie y vi lo que parecía un cartucho de pluma fuente.

Me agaché para tomarlo y entonces descubrí que, en efecto, era uno de mis cartuchos de tinta roja. No recordaba haberlo utilizado en los últimos días, no lo hago con frecuencia. Dudaba mucho que hubiese sido Alek, detestaba ese tipo de plumas. Había algo muy raro en lo que acontecía. Recordé el papelito con el número de Euforia. Alguien había utilizado mi pluma. Alguien cambió el cartucho y después repuso el original. No fui yo, no fue Alek. Alguien había estado en nuestro departamento.

Después de comer, me acosté un rato a escuchar música. Ignoré lo que había sucedido y pensé en otras cosas, escribí un poco. Unas horas después llegó Alek. Le pregunté sobre la pluma y dijo que no. Le pareció algo insignificante. Conversamos un rato, recordó que había olvidado pedirme mi opinión en la mañana. Le dije que me gustó más la estética de sus fotografías que la justificación. Casi me golpeaba. Me fui a la cama a las diez treinta y dos. El pensamiento aún seguía en mi cabeza.

Me caí en un gran abismo. Aparecí en el mismo salón que tanto soñaba. Las losetas monocromáticas. El incansable juego de ajedrez. Las extrañas faces me rodeaban. Murmuraban zafiedades. Sus caras sombrías no me deslumbraban. Eran sus ojos desgarrados por extrañas pezuñas ensangrentadas de colores verdosamente muertos. Eran sus caras tristes y enojadas, resentidas con la vida. Eran sus pies encontrados y rodillas retorcidas. Sus manos arrugadas y vertidas de ese oro rojo. Chorreaban el piso. Caminaban y caían. Gritaban y sufrían. Agonizaban de sus pesares. Me tocaban. Afirmaban mi muerte, pero no la ejecutaban. Se acercaban más y más, sólo llenándome de ese tan adictivamente oloroso líquido rojo. Algo me querían decir. Iba a formar parte de ellos. Agonizando de por vida. Me sentía aprisionado en una de las pinturas fantásticas de Francisco de Goya. Anhelando la muerte más que nada. Un hombre mulato nos secuestró. Nos amenazaba con llevarnos a un lugar. A la vuelta, a un cuarto donde trasladaba a los seres. Los asesinaba, acribillándolos. Nadie regresaba del cuarto. Cuando venía, preguntábamos. No quería nada, sólo vernos morir. Nos ayudamos, a pesar de nuestras diferencias. Rogábamos por no morir. Se burlaba, con sus despreciables dientes amarillos. Decidimos ahogarlo en el pegajoso oro rojo. Su tesoro, nuestra fuerza. Mi alguna vez causa de sufrir, se volvió mi fiel compañera. Mis miedos se volvieron mis más grandes amigos. No se trató de quien pareciera el enemigo, sino de encontrar la vitalidad del disentimiento. Desperté.

Eran las cuatro catorce de la mañana. Alek se había pasado toda la noche revelando las fotografías. Nuestra sala era perfecta para tal procedimiento, ya que una oscuridad total invadía el lugar cuando se cerraban las cortinas. Contemplé las fotografías colgadas por toda la habitación. La presentación de su nueva galería sería hasta unas semanas después, pero creo que su emoción no pudo ser contenida.

Observé con detenimiento a una de las fotografías. Ahí estaba la blanca Euforia, barriendo el polvo morado con una de las escobas, también morada. Tenía una cara seria, no parecía disfrutar lo que hacía. Alek le gritaba, encolerizado, pero no de forma grosera. Aunque siempre lo negara, solía alzar mucho la voz cuando estaba dirigiendo una de sus sesiones. Creo que era un reflejo de lo que su pieza significaba para él.

Las sombras formadas en la superficie morada del suelo liso y opaco se retorcían y delimitaban los cuerpos que perdían su rigidez con el paso de Euforia. El desmembrar cada imagen en sus componentes pigmentarios permitía detectar cada detalle colocado cuidadosamente en su lugar para penetrar el subconsciente de las mentes espectadoras. No era sólo un color, era la catarsis absoluta de la gama de su tonalidad. Era la catarsis que envolvía a la reencarnación visual de los sentimientos de Alek.

–Franco Nakamura está en la ciudad –dijo Alek.


–Interesante –contesté mientras continuaba viendo las fotos en la oscuridad.

–Presentará su nuevo libro este fin de semana –agregó.


–¿En dónde?


–En el auditorio de la universidad, deberíamos asistir.


–¿Cuándo es?


–El sábado a las seis.


–Está bien. Ahí estaré cuando el momento llegue –dije mientras regresaba a la cama.

Ese día fui a tomar clases. Eran las primeras semanas del semestre, la carga era leve. No había tarea que tomara más de una hora. Incluso tuve tiempo para ir al cine, aunque sólo traía suficiente dinero para pagar la entrada. Pasaba las tardes practicando en el departamento y saliendo a correr o andando en la bicicleta. Alek recorría las calles día y noche. Pegaba carteles para la presentación de su galería. Santiago le ayudaba con esto. Estaban muy animados. Francis había salido de vacaciones. Regresaría de acampar en unos días.

Un día llamó Cort.

–Buenos días. Busco a Jack. –dijo. Ah sí, mi nombre es Jack.

–¿Qué pasó?

–Tengo una propuesta para ti.

–Lo escucho.

–Voy a presentar una nueva pieza en unos meses, es un concierto para piano. Llamaba para preguntarte si te gustaría ser el solista.

–¿Cuánto falta?

–Unos cuatro o cinco meses.

No era mucho tiempo, pero su propuesta era tentadora. Le dije que lo pensaría. Esa tarde lo examiné con calma y llegué a la conclusión de que participar con una persona tan reconocida como él sería una gran oportunidad y un buen comienzo para mi carrera. Le llamé al siguiente día, el día de la presentación, para confirmar mi asistencia. Me comentó que aún no estaba terminada su obra, pero que lo estaría en unas cuantas semanas.

La tarde de ese mismo día salí a caminar por la ciudad. Sólo tomé uno de mis libros. Llegué a un café que estaba a unos minutos de mi casa. Pedí un café de la olla. Me senté ahí por un rato, esta vez me puse a leer. Un chorro de café cayó sobre las páginas de mi libro. Ahí quedó marcada por siempre. Cayó entre palabras aleatorias que fueron escogidas por el destino. El libro me motivó a continuar escribiendo mis sueños. Esperé a las cinco y un minuto para irme al campus. Entré al auditorio. Me molestaba mucho estar ahí, la acústica era horrible. Apenas se entendía lo que decía alguien a más de dos metros de distancia. Saludé a Santiago y a Francis, Alek debió haberlos invitado. Nos sentamos juntos, conversamos sobre el viaje de Francis. Su aventura sonaba muy divertida y placentera. Su objetivo fue ir a meditar y establecer un genuino contacto con la naturaleza.

Dieron las seis y Alek no se veía por ningún lado. Todos ya estaban sentados en sus lugares y esperaban silenciosos el inicio del evento. Franco Nakamura era más joven de lo que imaginaba. Había leído algunos de sus libros, pero jamás imaginé su edad ni su apariencia. Después de todo, no soy de ese tipo de descripciones. Escuché con atención. Las palabras primorosas de Nakamura eran expresadas con tanta concisión que le permitían a la audiencia enfrentarse con la realidad más profunda de las cosas. La realidad más bella con ese sutil toque de amargura que se experimenta en sus novelas.

El evento concluyó y Alek nunca se presentó. Le pregunté a sus amigos si sabían algo sobre su ausencia. Dijeron que mencionó que pasaría a recoger unos lienzos y los dejaría en el departamento y después iría directo a la universidad para estar a tiempo. Estaban igual de confundidos que yo. Él nos había invitado a todos. Alek no hubiera faltado por nada en el mundo. Me despedí y fui al departamento.

Cuando entré, me percaté de que todo seguía oscuro por las fotografías. Tomé una linterna y pregunté: “Alek, ¿estás aquí?”. No recibí respuesta. Pasé a mi habitación y a la suya. No había nadie. Todo estaba muy silencioso. Empezaba a preocuparme. Ni sus amigos ni yo sabíamos de él. Decidí llamar al estudio, no sabían de él. Llamé al café, no había estado ahí. Marqué a la papelería. El empleado me aseguró que sí compró los lienzos, pero agregó que no había nada extraño en él.

Entonces, el nerviosismo me causó ganas incontrolables de miccionar. En lo que caminaba por el pasillo, pensaba que después le llamaría a Santiago y a Francis para pedirles ayuda. Tal vez ellos habían descubierto algo en esas últimas horas. Entré al baño, también estaba oscuro. Alek llenaba un poco la tina para el lavado de sus fotografías. Encendí la luz y vi manchas en la tina. Por un instante creí que sólo estaba alucinando, que sólo era una de esas pesadillas. Mi mente me embaucaba. Salí y entré. Dos veces. Sí, era de verdad.

Fui corriendo al teléfono, llamaría a Francis. No recordaba su número, no podía marcar. No sabía qué hacer. Mis manos temblaban mucho. Fui por el cuaderno en donde apuntaba los teléfonos. Llamé.

–Francis.


–Sí, ¿qué sucede? –contestó.

–Encontré a Alek.


–¿Sí?, ¿dónde está?


–Alek está muerto.

* * *

Ya era primavera. Los aromas extraordinarios engendraban un profundo masaje sicalíptico en el olfato. Esas esencias acariciaban anímicamente la sinergia de los sentidos. Sentía las almohadas hechas de crisantemos. Una magnolia captaba toda mi atención. Era perfecta. Compartía los pétalos con una mínima parte de la beldad de la naturaleza.

Dejé de ver la pintura cuando el vigilante del museo me dijo que ya iban a cerrar. Me dejó estar ahí otros diez minutos. Salí. Tomé un taxi al hotel, estaba a unos kilómetros. Me gustaba que el cuarto estuviera limpio cuando regresaba. Podía llegar, descansar y olvidarme de todo. La ciudad me parecía fastuosa, hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de viajar. Sin duda, la sensación de estar en una ciudad moderna era contrastante a lo que estaba acostumbrado, pero jamás creí que esta podría ser tan magnificente.

Una semana después regresé a Eritaña. Ya habían pasado unos meses desde el asesinato de Alek. Nunca supimos qué pasó. La policía nos interrogó, claro. Obviamente recordaba el incidente de la tinta. Decidí no mencionarlo, era probable que sólo representaría una prueba de mi excesiva paranoia. No creí que fuera relevante. La reacción de Santiago me hizo sospechar. Parecía que le resultaba indiferente. Francis estaba impactado, triste. En fin, seguimos adelante. Todos teníamos nuevos proyectos en los cuales trabajar y no había tiempo para elegías.

Estuve escribiendo por unos meses, para un periódico local. Un amigo de la facultad consiguió un empleo como crítico de recitales y conciertos, pero no tenía el tiempo de asistir a ellos. Cuando me lo ofreció acepté sin titubear. La firma me pagaría lo suficiente para la semana y además me reembolsarían todas las entradas. Lamentablemente, el periódico quedó en bancarrota.

El concierto de Cort se acercaba. Faltaba un mes. La pieza estaba lista, aunque mi profesor salía con una nueva observación cada vez que la escuchaba. Él tocaba la parte orquestal en otro piano. Sonaba magnífico. Era mi primera presentación importante. La orquesta que tocaría no era de la ciudad, por lo que sólo podría ensayar con ellos una o dos veces antes del evento. Todo se volvió superfluo. Lo único que importaba era estar listo para el día. Significaba para mí todo en el mundo.

El día anterior al concierto fui al estudio. La calle Alebrijes siempre estaba solitaria. El negocio había cerrado, claro. Creí que mi intranquilidad se reduciría si iba a visitar el local de mi viejo amigo. Aún quedaban algunos carteles de la presentación de su galería. Nunca sucedió. Había una placa afuera, de Bellas Artes. Agradecían y honoraban su augusto nombre. Lo extrañaba, él estaría igual de emocionado que yo por el concierto. Pero, después de todo, jamás pudo ver mi primera gran participación. Algunas veces, la vida se va en un montón de recuerdos llenos de melancolía, caminos cruzados y enlagrimadas manchas de sangre sobre la acera.

Justo después de que terminé de divagar frente al estudio, fui a la renombrada cafetería. Era tarde, pero Francis me había llamado unos días antes. Quería verme antes del concierto. Estuvimos ahí una media hora. Conversamos sobre todo menos del magno evento. Me dijo que le encantaba ir a tomar café a ese lugar. Al final mencionó que estaba entusiasmado por escucharme y que se sentía muy feliz por mí. Francis era un buen amigo.

Cuando desperté me sentía muy bien. Eran las siete catorce de la mañana. Escribí un poco, había tenido un sueño encantador. Todo estaba listo. Opté por no practicar en la mañana. Sabía que sólo me pondría más tenso. El itinerario de la orquesta se retrasó y llegarían esa mañana. No hubo ningún ensayo. Me bañé y dejé todo en orden. Cerré el departamento y bajé mirando los números de las puertas. Bajé los siete pisos.

Pasé a la tintorería por mi traje y fui a la biblioteca. Quería leer un rato antes de irme al anfiteatro. Sabía que no iba a lograr concentrarme, pero lo intenté. Tomé un libro de cuentos. En poco tiempo me percaté de que llevaba treinta páginas y no recordaba ni una sola palabra. Una secundaria estaba de visita, muchos de los lectores estaban furiosos. Ni siquiera me había dado cuenta, a la hora de entrar, de que todos los pasillos estaban rebosando de niños.

El concierto inició. La orquesta comenzó con unos cuantos integrantes, presentaron una de las obras tempranas de Haydn. Un profesor de la facultad estaba dirigiendo, pero Cort iba a dirigir su concerto. No conseguía poner la suficiente atención para saber si era o no una buena interpretación. Estaba muy nervioso. Mis manos sudaban, temblaban. Empecé a sentirme mal del estómago. Cort se acercó a mí.

–¿Todo bien? –me preguntó.

–Me siento un poco mal.

–Creo que sólo estás nervioso. Se pasará.

–No estoy seguro.

–¿Necesitas algo?, te traerán lo que pidas.

–No, está bien. Tengo miedo a equivocarme. Son cincuenta y cuatro minutos.

–Lo sé, tal vez me pasé. Puedes usar tus partituras, si te hace sentir mejor.

–¿En serio? –sentí un gran alivio.

–Sí, no te preocupes.

–Oh, pero… –recordé que las había dejado en mi cuarto– las dejé en el departamento.

–Ya veo, creo que eso sí será un problema… –pasaron unos segundos– espera, creo que tengo una solución.

Las primeras piezas terminaron y comenzó el intermedio. Cort fue corriendo por su portafolios. Sacó unas hojas arrugadas. Las revisó y me las entregó. Eran los borradores originales de la parte del piano. Agradecí con expresión de desahogo. Llamó a un estudiante de la facultad, sería el encargado de cambiar las hojas. Ya no me temblaban tanto las manos, estaba mejor. El concierto número uno en mi bemol mayor para piano y orquesta de Samuel Cort era el siguiente en el programa de mano.

Los miembros de la orquesta se sentaron. Cort pasó al frente. Se escucharon los aplausos. Seguía yo. Caminé, dudoso. Pasaría por la sección de las percusiones. Entonces tropecé con la base de uno de los timbales. Trastabillé un poco y caí. El público se pasmó. Al estar en el piso entendí que había cometido un grave error. No debí apresurarme a participar en tal colosal evento.

Ya no había vuelta atrás. Uno de los fagotistas se paró a ayudarme. Cuando estuve de pie, todos sonreían. El público aplaudió. Estaba avergonzado. Cort me preguntó que si estaba bien. Asentí. Vi al público. Santiago y Francis aplaudían. Euforia estaba sentada en la primera fila. Hice mi caravana y me senté en el banco del piano. Mi ayudante ya estaba ahí, puso en el atril la carpeta que escondía a las arrugadas hojas. El silencio absoluto reinó el anfiteatro. El piano solo abría con el preludio.

Después, no sé qué pasó ni cómo pasó. Sólo sé que una confección perfecta de mis sueños fue consumada como una faena impecable. Mis ilusiones rotas unidas por filamentos surrealistas se convirtieron en una vitalicia magnanimidad. Los sonidos corrían en todas las direcciones, aunque no perdía de vista a ninguno. Los perseguía y capturaba con los arcos de los cellos y las baquetas de los xilófonos. Era la felicidad auténtica representada por la perpetua armonía de los sentidos. El allegro era para mí la suprema alegría.

Veía luces, de nuevo. Estaba llegando a otra ciudad. La ciudad de Cort no es bonita, pero la música de fondo que izaba de los pentagramas la hacía verse como un paraíso. Cada rastro de la inspiración de Cort podía presenciarse al ver sus manuscritos. Los pianissimos de los violines estaban situados en los lugares perfectos. Eran las pequeñas e inocentes luces vistas a través de un telescopio.

Entonces, llegó el segundo movimiento. La sección contrapuntística3. Cuando mi ayudante cambió de página, la más estremecedora imagen se reveló ante mis ojos. Ya no vislumbraban las conjeturas, se esclarecían los hechos. Era obvio, sólo una persona en el mundo podría padecer la obsesiva manía de escribir algo con tinta roja, bajo cualquier costo. Sólo una persona tan excéntrica como él se inspira con tanta fruición en la música de hace siglos, la cual era escrita con claves, notas y gran variedad de elementos en tinta roja. Sólo Cort no podría resistirse a la colección de libros sobre los tratados de armonía de la Edad Media que tenía en mi cuarto.

Volteé a ver a Cort para esperar mi entrada. Lo vi a los ojos y empezamos el movimiento todos juntos. Todas las claves estaban escritas en rojo. Había notas a los bordes, provenían de mis libros. Tenía ganas de destruirlas. No lograría nada. Continué tocando. Después de unos sistemas me di cuenta de que estaba tocando todo forte.

Detrás del hacinamiento de corcheas, semicorcheas y fusas veía las armaduras de innumerables guerreros medievales en el piso. Los staccato eran lanzados como flechas que penetraban muros monumentales. Los trombones y trompetas apuntaban como cañones y tiroteaban a las prominentes torres. Los vetustos y débiles cimientos del titánico castillo orquestal se derruían al son de los compases del vals bélico.

Veía a Cort invadir sigilosamente el departamento, el número veintiuno. Entendía por qué había tinta roja en el nombre de Euforia. Entendía quién había estado en mi cuarto ese día. Entendía quién había asesinado a Alek. Lo que no entendía era el porqué, pero lo observaba y comprendía que no podría escapar de su destino. Tarde o temprano, su cuerpo no podría contener la tensión creada por la hipocresía y fariseísmo de la psique. Lo que veía más claramente era la sangre con la que se marcaban los primeros compases de cada pentagrama.

Llegó entonces el tercer movimiento. Cerré los ojos por unos segundos, suspiré. Toqué el primer trino en el mi bemol. Mi mente trazaba los caminos armónicos y la vehemente sintaxis melódica que conformaban al último tema. Era un paseo por el sendero musical que Samuel y Alek Cort habían diseñado escrupulosamente para que un joven compositor descubriera. Una senda que solamente pudo haber sido delineada por la belleza pura de las artes, escritas en los fragmentos más tiernos de cristales de papel.

1 Sucesión de acordes distinguida por sus cambios cromáticos en las voces superior e inferior. Se presenta en diversas piezas del barroco, clásico y romántico, aunque no pertenece exclusivamente a ellos.

2 Reuniones pequeñas en las que se interpretaban algunas piezas, principalmente de Schubert, en compañía de familiares y amigos.

3 Técnica en la que dos o más melodías independientes interactúan armónicamente dentro de una pieza.

Writing
Show comments